**Diario de un día que cambió todo**
No debía estar cerca del agua ese día. Estaba en mi descanso del café del puerto, comprando un bocadillo en el muelle, cuando el helicóptero apareció de la nada. La gente señalaba, algunos grababan con el móvil, pero yo no podía moverme. Algo no cuadraba.
Entonces lo vi.
Un perro enorme, blanco y negro, con un chaleco salvaje de color neón, plantado en el borde de la puerta del helicóptero como si lo hubiera hecho mil veces. La tripulación gritaba entre los ruidos de las hélices, señalando hacia el lago.
Seguí su mirada—había alguien ahogándose. La cabeza asomaba y desaparecía. Demasiado lejos para que alguien desde tierra pudiera llegar.
De repente, el perro saltó.
Un salto limpio, directo al agua. Desapareció un instante, luego emergió y nadó con decisión hacia la persona.
No me di cuenta de que mis pies habían empezado a moverse. Me subí a la barandilla para ver mejor, el corazón acelerado.
Fue entonces cuando lo vi.
La persona en el agua—empapada, forcejeando, casi inconsciente—llevaba la misma chaqueta que yo había ayudado a meter en la mochila esa mañana.
Era mi hermano.
Y entonces recordé lo que me dijo anoche, justo antes de dar un portazo…
«No puedo más, Javier. Todos tienen su vida resuelta menos yo».
No había vuelto después. Pensé que se había ido a despejar la cabeza, quizá a dormir en el coche como hacía a veces. No imaginé que se acercaría al lago. Odia el frío, odia el agua profunda.
El perro casi le alcanzaba, la cabeza firme, las patas cortando el agua. Un socorrista le seguía en traje de neopreno, atado a una cuerda.
Cuando el perro llegó a mi hermano, agarró su chaqueta con cuidado—como si supiera exactamente qué hacer. Mi hermano no se resistió. Se dejó llevar.
Un socorrista en la orilla pidió una camilla. Los paramédicos pasaron a mi lado. Bajé de la barandilla, las piernas temblorosas, y me abrí paso entre la gente.
Cuando lo sacaron, apenas respiraba. La cara pálida. Los labios azules. Un médico le hizo reanimación mientras otro le inyectaba algo en el brazo. No podía llegar a él, pero vi que sus dedos se movían.
El perro se sentó junto a la camilla, empapado y jadeando, como esperando confirmación de haber cumplido su trabajo.
Me arrodillé a su lado.
«Gracias», susurré, sin saber si entendía. Me lamió la muñeca como respuesta.
Subieron a mi hermano a la ambulancia, y uno de ellos me dijo a qué hospital iban. Ya estaba en mi coche antes de que terminara la frase.
En el hospital, esperé más de una hora. El móvil vibraba con mensajes que no contesté. Miraba las puertas, rogando que se abrieran.
Al fin, una enfermera me llamó. «Está despierto», dijo con una sonrisa cansada. «Aún aturdido, pero ha preguntado por ti».
Entré y lo vi allí, con una sonda nasal y un monitor cardíaco pitando a su lado. Me miró, avergonzado.
«No quería que llegara tan lejos», murmuró. «Solo quería nadar un poco, despejarme».
Asentí, aunque sabía que mentía. No podía nadar tan lejos, y él lo sabía. Pero no insistí.
«Me asustaste mucho, Daniel», dije.
Él parpadeó lentamente. «Ese perro… me salvó».
«Sí», contesté, sonriendo por primera vez en todo el día. «Lo hizo».
Los días siguientes fueron un borrón. Pasó dos noches en observación, y yo dormí en una silla junto a él. Mamá vino desde Málaga. No le contamos todo—solo que tuvo un accidente paseando cerca del lago.
Daniel no discutió. No habló mucho.
Hasta que tres días después, volví a ver al perro.
Salía del hospital a por un café cuando lo vi atado a una furgoneta de noticias. El mismo pelo blanco y negro. El mismo chaleco neón. Pero esta vez parecía inquieto—como si no quisiera esperar.
Su dueña, una mujer alta con pelo corto y gris, y un parche en la chaqueta que ponía «Unidad Canina de Rescate», salió con un vaso en la mano. Sonrió al verme mirando.
«¿Viste el rescate?», preguntó.
Asentí. «Era mi hermano».
Su expresión se suavizó. «TuveSu expresión se suavizó. «Tuvo suerte, mucha suerte».