El hombre de 40 años acababa de recibir una llamada del Hospital Clínico de Barcelona informándole de que habían traído al mundo una niña y que él era el padre identificado.
La pareja no tenía hijos biológicos y había adoptado a tres porque ambos deseaban participar en la adopción. Por eso estaban ampliando su casa, razón por la que él estaba en medio de reformas.
Bob era especialmente cuidadoso al acoger a un niño en acogida, pues él mismo lo había sido. Desde pequeño se había prometido que ayudaría a tantos menores como pudiera.
*”Si puedo ayudar a esos niños a convertirse en la mejor versión de sí mismos, sentiré que he marcado una gran diferencia”*, le dijo a su mujer mientras hablaban del tema.
Bob también era padre de dos hijos adultos, fruto de su anterior matrimonio con Elena.
Conoció a su segunda esposa, María, dos años después, y tras unos meses de noviazgo, se casaron. Intentaron tener hijos, pero no lo lograron.
Hasta que un día, su perseverancia dio fruto: María quedó embarazada.
Decidido, reservó un vuelo para María, que estaba de ocho meses, rumbo a Mallorca, un lugar que siempre había soñado visitar.
Pero nada más aterrizar en la isla, la mujer entró en labores de parto y la trasladaron de urgencia al hospital.
Tristemente, falleció durante el parto. A Bob le explicaron que, al tratarse de un recién nacido, debía viajar de inmediato.
Cuando su avión aterrizó, alquiló un coche y se dirigió al hospital donde su esposa había muerto.
Al llegar, se encontró con una voluntaria de la unidad de cuidados intensivos, una mujer de 82 años, recientemente viuda.
*”¿Qué ha pasado?”*, preguntó él nada más entrar en su despacho.
*”Siéntese, señor Ruiz”*, dijo ella con calma.
*”Prefiero estar de pie”*, respondió él.
*”Lamento su pérdida, señor Ruiz, pero su esposa sufrió complicaciones al dar a luz a su hija”*.
Ante esas palabras, Bob rompió a llorar. La señora Martínez lo observó en silencio, dejando que el dolor fluyera.
Al cabo de unos minutos, aclaró su voz y continuó:
*”Según entiendo, ha venido por la niña, pero debo asegurarme de que está preparado para cuidar de ella”*.
*”Llámeme si necesita algo”*, añadió.
Cuando llegó a la puerta de embarque, la empleada de la aerolínea le impidió el paso.
*”¿Es su hija, señor?”*, preguntó.
*”Por supuesto”*, contestó él.
*”Lo siento, pero es demasiado pequeña para volar. ¿Cuántos días tiene?”*
*”Cuatro. ¿Puedo pasar ya?”*, respondió Bob, impaciente.
*”Lo siento, señor, necesita presentar su certificado de nacimiento y esperar al menos siete días antes de viajar con ella”*, replicó con firmeza.
*”¿En serio?”*, contestó Bob, furioso. *”¿Me dice que tengo que quedarme aquí varios días más? No tengo familia en esta ciudad. Necesito volver a casa hoy”*.
*”Son las normas”*, dijo ella, desviando su atención al siguiente pasajero.
Preparándose para pasar la noche en el aeropuerto, recordó a la señora Martínez, la amable voluntaria del hospital. No quería molestarla, pero no tenía opción y la noche se acercaba.
*”Hola, Margarita. Necesito su ayuda”*, dijo al otro lado del teléfono.
*”Aún queda compasión en este mundo”*, pensó para sí mismo.
Bob se alojó en casa de la señora Martínez más de una semana antes de regresar a Madrid.
No podía creer su generosidad. Siempre la llamó un verdadero ángel; incluso su bebé parecía adorarla, iluminándose y sonriendo al escuchar su voz.
Durante su estancia, descubrió que la mujer tenía cuatro hijos adultos, siete nietos y tres bisnietos.
Tras recibir el certificado de nacimiento de su hija, pudo volver a casa, pero Bob mantuvo el contacto con aquella señora que tanto lo había ayudado.
En su funeral, un abogado se acercó a él y le dijo que la señorale había dejado parte de su herencia, igual que a sus propios hijos, y en honor a su bondad, Bob donó el dinero a una fundación que creó junto a sus cuatro hijos.