Una niña se acercó a un motero en un restaurante silencioso y le entregó un billete arrugado—su susurro lo cambió todo y la sala enmudeció, aquel no era un descanso, era una batalla.6 min de lectura

**Capítulo 1: El Silencio del Lobo**

Te acostumbras al silencio.

Eso es lo primero que no te cuentan cuando entras en el club. Te hablan de la hermandad, de la carretera abierta, del respeto y del peligro. Pero no te avisan del silencio. Un silencio especial, el que chupa el aire de la habitación en cuanto tus botas cruzan la puerta.

Estaba sentado en un reservado del Bar Manolo, un local de carretera polvoriento junto a la N-340 en Almería. Uno de esos sitios que huelen a café recalentado, grasa de tortilla y lejía barata. Una reliquia de una España que se desvanece poco a poco, con su pintura desconchada y el letrero de neón que parpadea como si le faltara un fusible.

Yo ocupo espacio. Mido uno noventa y cinco, ciento treinta kilos de barba y músculo, con un chaleco que grita «no te acerques» al 99% de la gente. Mis parches los gané con sangre y kilómetros, y el cuero está blando de tanto viento y lluvia.

Cuando entré, las conversaciones no se apagaron… murieron.

La pareja en la esquina soltó las manos y miró sus platos como si hubieran encontrado un pelo en la paella.

El camionero en la barra dejó de masticar su tortilla y llevó la mano al bolsillo por instinto.

La camarera, una abuela entrañable llamada Lola que ya lo ha visto todo, me hizo un gesto con la cabeza. Sabe que dejo buena propina. Sabe que no voy a armar jaleo. Solo voy por el cocido y un poco de paz.

Pero para los demás… soy una estadística. Una amenaza. Un delito ambulante esperando a suceder.

Miraba mi café solo, viendo cómo el vapor se enroscaba, intentando ignorar las miradas que me taladraban la nuca. Es una vida solitaria a veces. Construyes un muro de cuero y ruido para mantener el mundo fuera, pero en los momentos de calma, te preguntas si no te habrás encerrado tú dentro.

Entonces, sonó el timbre de la puerta.

El ambiente no cambió… se partió en dos.

No era la policía. Ni un rival buscando bronca.

Era una niña.

No tendría más de seis años. Llevaba un vestido rosa pasado por agua, manchado de tierra y algo que podía ser zumo de uva… o sangre seca. Sus zapatillas estaban desgastadas hasta la suela, los cordones anudados en tres sitios diferentes.

Su pelo era un enredo de rizos rubios que no veían un cepillo desde hacía una semana.

El bar se quedó mudo. Hasta el zumbido de la nevera pareció detenerse.

Se quedó en la entrada, escaneando la sala. Sus ojos, grandes y azules, estaban llenos de terror. Parecía un cervatillo frente a las luces de un camión, temblando con una energía que no encajaba en su cuerpo pequeño.

Miró al camionero. Miró a la pareja.

Luego, me miró a mí.

Se me heló la sangre.

Normalmente, los niños se esconden detrás de sus madres cuando me ven. Lloran. Señalan. Preguntan por qué ese señor parece un oso.

Esta niña no se escondió.

Respiró hondo, un temblor recorriendo su cuerpo diminuto, y empezó a caminar.

Cruzó el suelo ajedrezado, pasando junto a la pareja paralizada, ignorando el susurro de Lola:

—Cariño, no molestes al señor. Ven, que te pongo un Cola Cao.

La niña ni la miró. Siguió avanzando hasta mi mesa, donde su nariz apenas asomaba por el borde.

Dejé de respirar. No me moví. La existencia de un tío como yo suele ser suficiente para asustar a cualquiera. Puse las manos sobre la mesa, visibles, con las palmas hacia arriba.

Me estudió un segundo, seria. Luego, metió la mano en el bolsillo y sacó un puñado de monedas, dejándolas sobre la mesa con un golpe seco.

Sonaron como un disparo en una biblioteca.

Un billete de cinco euros arrugado. Dos monedas de cincuenta céntimos. Un céntimo brillante.

**Capítulo 2: El Contrato**

Me clavó la mirada. Su labio inferior temblaba, pero sus ojos eran de acero. Había fuego ahí, enterrado bajo capas de miedo.

—¿Eres de los Ángeles del Infierno? —preguntó, con una vocecita frágil pero clara.

Dejé la taza con cuidado, controlando cada movimiento.

—Voy con un club —respondí, con mi voz de oso gruñón, aunque intenté suavizarla—. ¿Por qué lo preguntas, pequeña?

—Mi papá… —se limpió la nariz con el dorso de la mano, dejando un restregón de suciedad en la mejilla—. Mi papá de verdad dijo que sois monstruos. Que todo el mundo os tiene miedo. Que hacéis daño a la gente.

El juicio en la sala era tan denso que podía cortarse con un cuchillo. Notaba las miradas clavadas en mí, esperando que estallara, que el monstruo despertara. Esperaban que la echara a gritos.

—¿Qué quieres, niña? —pregunté, más suave aún.

Empujó el dinero hacia mí con un dedo.

—Quiero contratarte.

Parpadeé. Bajo la barba, se me cayó la mandíbula. Me han ofrecido dinero por muchas cosas: seguridad, transporte, intimidación. Pero nunca una niña de seis años.

—¿Contratarme?

—Cinco euros y un céntimo —susurró. Las lágrimas rompieron al fin, dibujando caminos limpios en sus mejillas sucias—. Para que me acompañes a casa.

Miré el dinero. Probablemente todo lo que tenía en el mundo. El céntimo estaba brillante, como si lo hubiera frotado para tener suerte.

—¿Por qué necesitas que te acompañe? —pregunté, con un nudo en el estómago—. ¿Dónde está tu madre?

—En casa —tragó saliva—. Pero… el hombre malo también está.

El aire en el bar se volvió gélido. De repente, aquel sitio me quedaba pequeño.

—¿Quién? —La palabra salió como un gruñido. No pude evitarlo.

—Mi padrastro —lloriqueó, perdiendo la compostura—. Está rompiendo cosas otra vez. Tiró la tele. Mamá está llorando en el suelo y no se levanta. Yo… no puedo pararlo.

Me miró, suplicante. Sus manitas temblaban.

—Necesito un monstruo —sollozó—. Necesito un monstruo que le asuste. Por favor. Le está haciendo daño. Dijo que la iba a matar.

El silencio en el bar era ensordecedor. Pero esta vez, el miedo no era hacia mí. Era horror. La comprensión colectiva de que el mal no estaba sentado en mi mesa, vestido de cuero. Estaba en una casa, donde una niña no debería tener miedo.

Miré el billete arrugado.

Miré el céntimo.

Luego, miré sus moratones. No los había visto antes, ocultos bajo la tierra y la penumbra. Una sombra oscura en la mandíbula. Marcas de dedos en su brazo.

Mi corazón golpeó las costillas, no de miedo, sino de rabia. La rabia de siempre. La que me hizo alistarme en la Legión. La que me hizo montar en moto.

Me levanté.

La silla chirrió al arrastrarse, un sonido que hizo saltar al camionero. La niña quedó bajo mi sombra. Noté el peso del chaleco, el peso de mi reputación.

Cogí el billete de cinco. Lo doblé con precisión, despacio.

Y lo metí—Y así, con el rugido de cien motores atronando las calles de aquel pueblo olvidado, aprendí que a veces los monstruos más temidos son los únicos dispuestos a enfrentarse a los verdaderos demonios.

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