Venganza en el ascensor: Un giro inesperado

Hoy escribo esto con el corazón roto, pero también con una lección aprendida. Mi marido y mi mejor amiga me engañaron en lo que creí sería el día más feliz de su vida. Sin embargo, el destino tenía otros planes.

Todo comenzó como un día cualquiera, o eso pensé. Después de semanas de preparativos, mi esposo, Javier, iba a dar una presentación crucial para su empresa en un evento que había organizado con tanto esfuerzo. La presión era grande, pero estaba listo. La noche anterior, preparé su plato favorito con esmero, y al marcharse por la mañana, le deseé suerte con una sonrisa que ocultaba mi inquietud. Él se fue, sin sospechar lo que estaba por ocurrir.

Mientras limpiaba la casa, me di cuenta de que había olvidado su portátil. Aquella presentación tan importante estaba guardada allí, y no podía permitir que todo su trabajo se arruinara por un descuido. Decidí llevársela al hotel donde se celebraría el evento.

Al llegar, algo no cuadraba. El lugar, que solía estar lleno de gente, estaba vacío. Confundida, pregunté en recepción por el acto, pero la empleada me dijo que no había ningún evento programado. Insistí, pidiendo que revisaran si había una reserva a nombre de Javier. Tras un silencio incómodo, confirmó que sí, que había una habitación registrada bajo su nombre y me dio el número.

El corazón me latía con fuerza mientras subía. Al acercarme al pasillo, escuché risas, murmullos y algo que me heló la sangre: besos. Miré con cautela y ahí estaban, Javier y mi mejor amiga, Claudia, cogidos de la mano camino a la habitación.

El dolor me atravesó como una espada, pero en lugar de enfrentarlos, saqué mi móvil y tomé fotos como prueba. No podía creerlo, pero tampoco iba a permitirlo. Bajé al vestíbulo, donde la recepccionista, al ver mi sufrimiento, me ofreció ayuda. Juntas ideamos un plan perfecto.

Con complicidad, me ayudó a subir por el ascensor privado, uno que no aparecía en los registros. Cuando ellos entraron, confiados, apretaron el botón para subir sin saber que yo estaba allí. Las puertas se cerraron, y solté una bolsa de caramelos al suelo, sembrando el pánico. Mientras se preguntaban qué ocurría, el ascensor siguió su camino, sellando su destino sin que lo supieran.

Hoy sé que la venganza no llena el vacío, pero a veces, la justicia llega de formas inesperadas. Y aunque el dolor sigue ahí, aprendí que la dignidad no tiene precio.

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